Con o sin intención, el grupo El Sigilo ha influido e interferido en Arathi sin tomar conciencia de cuanta repercusión podía tener esto en los conflictos internos. Esta vez, os mostramos la perspectiva de un integrante del grupo de la Alianza, que vive toda la situación de una manera muy cercana y nos dejará ver a través de sus ojos cuantas son las cosas que ha cambiado en poco tiempo y cual es el caos que están viviendo.
DIARIO
DE ARISTIDE LEVEQUE
Para mi sorpresa, esta
mañana ser Hower nos
convocó a todos los oficiales en la sala de reuniones para tratar un
tema urgente. Conociéndole como le conozco, al instante supe que
debía estar relacionado con la carta que llevaba esperando desde
hace semanas.
Terminé el desayuno y
atravesé todo el refectorio y el vestíbulo antes de subir por la
escalera de madera que lleva a la primera planta. A mitad de ésta me
alcanzó Maximilien y juntos seguimos por el interminable pasillo.
Advertí cómo, mientras hablábamos, su mirada se perdía en los
paisajes pintados en los lienzos que decoran las paredes, recuerdos
de la antigua gloria de Arathor y los valientes de Strom. Ahora todo
eso ha quedado reducido a Stromgarde, unas ruinas que no hacen
justicia a lo que el Imperio llegó a ser, y por las que apenas unos
pocos continúan luchando. Maximilien sigue aferrándose a la
creencia de que podrán retomar la capital y hacer que ésta resurja
de sus cenizas. Yo, que ya no guardo más esperanzas al respecto,
solamente pude ofrecerle una sonrisa comprensiva cuando volvió la
mirada cargada de nostalgia hacia mí.
Llegados al final del
pasillo nos encontramos con las puertas abiertas y a unos cuantos de
nuestros compañeros de pie ante el final de la mesa, que hicieron
una pausa en sus conversaciones para saludarnos y preguntar si alguno
de nosotros conocía el tema que íbamos a tratar. A pesar de que
tenía mis sospechas al respecto decidí no compartirlas y dejar que
fuera el mismo Hower quien desvelara el misterio. Para cuando él
llegó, ya habían acudido el resto y esperábamos delante de
nuestras sillas, aguardando a que tomara asiento en primer lugar.
Jeren cerró las puertas y se colocó como de costumbre a su derecha,
de espaldas al ventanal. Aunqué busqué su mirada con insistencia,
él no mostró más interés en mí que en el resto.
A mi lado se sentaba
Horace Poulton, a quien considero, por el tufo a aguardiente tan
tempranero, un apasionado de las bebidas espirituosas. La barba
canosa le da un aire de tierno abuelito, pero cuando notó que estaba
a su lado los ojos se le fueron hasta mi escote y apenas logró
balbucear un buenos días.
Frente a mí se habían colocado los hermanos Goodwin, y a su
izquierda la santurrona de Julienne tenía las manos cruzadas sobre
la mesa como si fuera a realizar una plegaria. Se había enfundado
una túnica añil que resaltaba sus incipientes atributos femeninos,
y cuando Devan le dedicó una sonrisa, ella bajó la vista con
fingida timidez. Seguí estudiando a los asistentes en silencio, y en
ese momento tuve noticia de la ausencia de Roland al ver desocupada
una de las sillas. ¿Acaso había enfermado? Hower, sentado en la
cabeza de la mesa, no parecía tener intención de esperar a nadie, y
sacando la carta -arrugada de, seguramente, leerla tantas veces- la
dejó sobre la mesa y explicó su contenido. Varios de los presentes
se mostraron sorprendidos, pero yo no. Yo ya sabía qué estaban
haciendo nuestros agentes en Pandaria y que no tardaríamos mucho en
viajar hacia el exótico continente. He sabido desde hace tiempo en
qué dedica Hower el oro que Norman Dankworth tan generosamente le
entrega, esperando que con él le consiga la diferencia que lo
coloque en ventaja.
Con la grave amenaza que
supone la Horda en estos días, por no hablar de los demás enemigos
que han ido sumándose con el tiempo, se podría pensar que los
nobles de la Alianza olvidarían sus rivalidades o al menos las
dejarían aparcadas hasta el momento en que no fuera tan necesaria su
colaboración. Pero lo cierto es que todos estos cochinos hambrientos
de poder y riquezas se han puesto a competir entre ellos por la
simpatía de la Corona, como si se tratara de un torneo. Obviamente,
de cara al Rey maquillan sus relaciones e incluso se simulan afecto,
pero basta que les de la espalda para que se lancen los unos a los
otros con la misma falta de dignidad que cualquier ratero o ramera de
los bajos fondos. Lord Dankworth ha llegado a un acuerdo con los
Señores de otras Casas, pero también lleva a cabo sus propias
maquinaciones en secreto. Cree que los artefactos que le conseguimos
serán su trampolín hacia el éxito, y utiliza a Hower a sabiendas
de que es un hombre inteligente y sin escrúpulos, capaz de cualquier
cosa por seguir contando con su favor.
Cuando quise darme cuenta,
comentaba algo tan disparatado que creí que me había perdido una
parte importante de la conversación. Pero no. Luego lo estuve
comentando con Hui-Feng y parece que sí hay historias sobre ese
lugar. Dice que antiguamente los Cuatro Benevolentes, sus
Celestiales, pasaban complicadas pruebas allí, y que también
aquellos que aspiraban alcanzar la grandeza buscaban el modo de
encontrar sus costas. Se la ha conocido por varios nombres, que en
nuestra lengua se traducirían como "La
Isla que se Desvanece", o la "Isla
del Ocaso Imperecedero", pero el más
extendido de todos ellos, y que parece ser utilizado por la mayoría
en la actualidad, es el de "La Isla
Intemporal".
Al parecer, su
localización no siempre es la misma, y pueden pasar muchos años
antes de que vuelva a dejarse a ver. Pero ahora ha regresado, sin que
nadie sepa el motivo, y los rumores hablan de tesoros y toda clase de
maravillas que esperan ser descubiertos por el que ose explorarla. Y
por lo que dice Hower, nosotros osaremos.
De aquí a unos días
navegaremos hacia Pandaria. Como es de imaginar, todos se han
sorprendido con el cambio de planes y nos hemos pasado el día
entretenidos con los preparativos del viaje. Con suerte he podido
parar ahora a tomar un té y escribir un poco sobre mi día.
Por cierto, durante la
reunión me he fijado en que Jeren no tenía muy buena cara. Puede
que haya recibido malas noticias; de su familia, tal vez. Debe ser
por éso que está tan distraído últimamente. ¿Quizá debería ir
a visitarle esta noche?
______________________________
Arístide despertó al
notar una corriente fría en su espalda desnuda. Había apagado las
velas hacía bastante rato, antes de irse a dormir, pero de vez en
cuando un resplandor de luz blanca iluminaba la habitación. La
tormenta sonaba como si no se conformara con el paisaje nocturno de
Arathi y quisiera descargar su ira, también, dentro de la
habitación. Buscó el calor de otro cuerpo bajo las mantas, pero
sólo encontró que las sábanas estaban frías en toda la distancia
que su brazo pudo abarcar. Aún medio dormida, se tumbó bocabajo y
alzó el rostro, sintiendo las pestañas pesadas como plomo cada vez
que parpadeaba.
— ¿Jeren?— pero él
no se movió, aunque lo llamase con insistencia. Ya del todo
despierta, la mujer puso los pies descalzos en el suelo, se echó una
pesada manta sobre los hombros y se acercó hasta él—. ¿Jeren?
Jeren, ¿estás bien?
No le contestaba.
Permanecía inmóvil ante la ventana abierta, aferrándose al
alféizar con ambas manos. Arístide, preocupada, contempló su
atractivo rostro, que aparecía y desaparecía al capricho de la
tormenta, y escuchó su respiración profunfa e intranquila, como si
luchara por llenar los pulmones de aire otra vez. Le frotó la
espalda y le habló, sin lograr ninguna reacción por su parte, así
que finalmente le rodeó un brazo con los suyos y tiró de él hasta
que consiguió moverlo y dejarlo sentado en la cama. Rápidamente fue
a cerrar la ventana, procuró que hubiera luz en el dormitorio y
abrigó a Jeren, que en todo momento permaneció sentado con la
espalda curva y la mirada extraviada. Luego se arrodilló enfrente
suya, le apartó los mechones húmedos de la frente y le secó las
gotas de lluvia del rostro con una dulzura insospechada en ella. Por
largo rato trató de averiguar qué le ocurría, y a base de
paciencia y cariños consiguió que dijera algo.
— Un sueño... Tuve un
sueño espantoso.
Entonces Jeren se tumbó
sobre el colchón y le dio la espalda, huyendo de su contacto como
del recuerdo de esa pesadilla, dejándola perpleja y algo
desilusionada. No había sido fácil llegar al punto en el que se
encontraban, y ahora él se escapaba más fácilmente de lo que
Arístide hubiera deseado. Estuvo dudando entre quedarse a pasar la
noche o marcharse a su habitación, hasta que finalmente, con un
suspiro, tomó la ropa que había dejado colgada en la silla para
vestirse. Ya tendrían tiempo para arreglar las cosas, pensó. Si le
daba importancia al asunto, si intentaba tranquilizarlo, podía herir
su orgullo, y entonces él comenzaría a evitarla. "Así
de complicados son", se decía,
calzándose. "Debes estar pendiente, pero
si te preocupas en exceso los haces sentir vulnerables, y te odian
por ello". Cuando estuvo conforme con su
aspecto caminó hacia la salida, deteniéndose en la puerta para
darle las buenas noches. No recibió respuesta.
Al abrir, se encontró con
un soldado que mostraba la misma sorpresa con la que ella lo miraba.
Ninguno de los dos se movió o dijo nada al principio, hasta que
Arístide, más familiarizada con los imprevistos, alzó la barbilla
dignamente y le dedicó una mirada impasible.
— Bertrand está
descansando ahora mismo. ¿Qué quieres?
El hombre cuadró los
hombros y se aclaró la garganta, fingiendo que no advertía que el
vestido de la dama estaba mal abrochado ni que su peinado había sido
hecho a toda prisa.
— Le recomiendo que
vuelva a su habitación y se asegure de cerrar la puerta, mi señora.
Hay intrusos en la Torre y...
Arístide lo detuvo con un
movimiento de la mano. Frunció el ceño y aspiró con fuerza por la
nariz.
— Humo— dijo,
extrañada. Volvió hacia él sus ojos castaños— ¿Qué se está
quemando?
— Eeeeh...— hizo un
gesto de impotencia—. El primer piso.
No esperó a las
explicaciones para echar a correr, y no hacia su dormitorio, sino
rumbo a las escaleras, recogiéndose un poco la falda para evitar
tropezarse. Escuchó unas pisadas a su espalda, y a los segundos
Jeren la adelantó, vestido con pantalones y camisa de tela, y los
cordones de las botas sin atar, pero sosteniendo la vaina de cuero en
la que descansaba su espada con expresión decidida. Arístide tuvo
que esforzarse por mantener el ritmo cuando llegó el momento de
bajar la larga sucesión de peldaños. Entre el esfuerzo y los
vapores de la combustión, comenzó a costarle respirar; tuvo que
recorrer los pasillos del segundo nivel entre toses y lágrimas, y
antes de poder verlas, sintió el calor de las llamas en el rostro.
El fuego había avanzado deprisa, empujaba las paredes y se alzaba
hasta el techo, como un gigante sin espacio que buscara
desesperadamente una forma de salir. Probablemente el incendio
hubiese encontrado una poderosa fuente de combustible en el almacén,
donde, entre otras cosas, habían apilado un par de cajas con frascos
de Aceite de Fuego para la preparación de elixires.
— ¡Jeren!
Trató de distinguirlo
entre la humareda, pero resultaba imposible. Los que habían llegado
antes estaban tratando de sofocar las llamas con el agua que
transportaban en cubos, pero no parecía tener un gran efecto.
Arístide se vio obligada a apartarse hacia la pared a causa de los
empujones, desorientada. El crepitar y los gritos hacían que el
ruido de la tormenta pareciera insignificante en comparación. Tenían
que hacer algo más o el fuego vencería.
— Vaneela— detuvo a
uno de los ajetreados hombres—. ¿Dónde está Vaneela?
Ni él ni ninguno de los
otros a los que preguntó supo responderle dónde se encontraba la
maga, pero entonces se le ocurrió que en su habitación debía tener
algún artilugio que pudiera ser de utilidad. Corrió hacia allí,
sabiendo que cada segundo contaba. Tan pronto como vio la puerta,
arremetió contra la misma y la abrió, entrando atropelladamente y
casi aterrizando de rodillas sobre la alfombra. Más tarde le pediría
disculpas a su propietaria por el desorden, pero en ese instante no
tuvo miramiento alguno a la hora de abrir armarios y cajones,
revolver entre la ropa y llevarse lo que pudo. En los brazos cargaba
con un libro de conjuros básicos que esperaba que alguien supiera
leer, botellas de un líquido celeste brillante y un orbe
transparente en el que un diminuto torbellino no dejaba de girar.
¿Quién le habría dicho que rezaría porque hubiera algún
hechicero cerca? Normalmente ellos causaban más problemas de los que
resolvían, pero si sobrevivían a esa noche pensaba hablar ella
misma con Hower para que se asegurara de reclutar a uno o dos magos
más.
De regreso al incendio,
tropezó casi literalmente con algo que la hizo detenerse y olvidar
por unos segundos que tenía un asunto mucho más importante que
atender. Sus ojos permanecieron clavados en la espada de una mano de
Jeren que, guardada en su funda, yacía abandonada en el suelo.
Respirando entre jadeos y ensordecida por los desbocados latidos de
su propio corazón, Arístide se acercó a la puerta entreabierta y
la empujó, a pesar del mal presentimiento que tenía. Sus párpados
se separaron de la impresión y casi dejó caer los objetos de sus
brazos. Luego, con una mezcla de desprecio, lástima y vergüenza,
apartó la mirada y le dio la espalda a Jeren, que temblaba en una
esquina, presa de un ataque de pánico.
— Luz Sagrada... ¿Por
qué nos abandonas? ¿No escuchas los gritos? Se están quemando...
Su piel se derrite como el sebo, sus huesos estallan... El fuego...
¡Oh, misericordia! El fuego se aproxima...
Las lágrimas bañaron el
rostro de ambos; el de Arístide, que corrió hasta ser engullida por
una gran cortina de humo. Y el de Jeren, que extendió el brazo en su
dirección y gritaba fuera de sí, sin ver nada más que el brillo
parpadeante de las llamas que venían a su encuentro.
0 comentarios:
Publicar un comentario