La Torre del Lucero (II): Diario de Aristide Leveque


Con o sin intención, el grupo El Sigilo ha influido e interferido en Arathi sin tomar conciencia de cuanta repercusión podía tener esto en los conflictos internos. Esta vez, os mostramos la perspectiva de un integrante del grupo de la Alianza, que vive toda la situación de una manera muy cercana y nos dejará ver a través de sus ojos cuantas son las cosas que ha cambiado en poco tiempo y cual es el caos que están viviendo.





DIARIO DE ARISTIDE LEVEQUE


Para mi sorpresa, esta mañana ser Hower nos convocó a todos los oficiales en la sala de reuniones para tratar un tema urgente. Conociéndole como le conozco, al instante supe que debía estar relacionado con la carta que llevaba esperando desde hace semanas.

Terminé el desayuno y atravesé todo el refectorio y el vestíbulo antes de subir por la escalera de madera que lleva a la primera planta. A mitad de ésta me alcanzó Maximilien y juntos seguimos por el interminable pasillo. Advertí cómo, mientras hablábamos, su mirada se perdía en los paisajes pintados en los lienzos que decoran las paredes, recuerdos de la antigua gloria de Arathor y los valientes de Strom. Ahora todo eso ha quedado reducido a Stromgarde, unas ruinas que no hacen justicia a lo que el Imperio llegó a ser, y por las que apenas unos pocos continúan luchando. Maximilien sigue aferrándose a la creencia de que podrán retomar la capital y hacer que ésta resurja de sus cenizas. Yo, que ya no guardo más esperanzas al respecto, solamente pude ofrecerle una sonrisa comprensiva cuando volvió la mirada cargada de nostalgia hacia mí.
Llegados al final del pasillo nos encontramos con las puertas abiertas y a unos cuantos de nuestros compañeros de pie ante el final de la mesa, que hicieron una pausa en sus conversaciones para saludarnos y preguntar si alguno de nosotros conocía el tema que íbamos a tratar. A pesar de que tenía mis sospechas al respecto decidí no compartirlas y dejar que fuera el mismo Hower quien desvelara el misterio. Para cuando él llegó, ya habían acudido el resto y esperábamos delante de nuestras sillas, aguardando a que tomara asiento en primer lugar. Jeren cerró las puertas y se colocó como de costumbre a su derecha, de espaldas al ventanal. Aunqué busqué su mirada con insistencia, él no mostró más interés en mí que en el resto.

A mi lado se sentaba Horace Poulton, a quien considero, por el tufo a aguardiente tan tempranero, un apasionado de las bebidas espirituosas. La barba canosa le da un aire de tierno abuelito, pero cuando notó que estaba a su lado los ojos se le fueron hasta mi escote y apenas logró balbucear un buenos días. Frente a mí se habían colocado los hermanos Goodwin, y a su izquierda la santurrona de Julienne tenía las manos cruzadas sobre la mesa como si fuera a realizar una plegaria. Se había enfundado una túnica añil que resaltaba sus incipientes atributos femeninos, y cuando Devan le dedicó una sonrisa, ella bajó la vista con fingida timidez. Seguí estudiando a los asistentes en silencio, y en ese momento tuve noticia de la ausencia de Roland al ver desocupada una de las sillas. ¿Acaso había enfermado? Hower, sentado en la cabeza de la mesa, no parecía tener intención de esperar a nadie, y sacando la carta -arrugada de, seguramente, leerla tantas veces- la dejó sobre la mesa y explicó su contenido. Varios de los presentes se mostraron sorprendidos, pero yo no. Yo ya sabía qué estaban haciendo nuestros agentes en Pandaria y que no tardaríamos mucho en viajar hacia el exótico continente. He sabido desde hace tiempo en qué dedica Hower el oro que Norman Dankworth tan generosamente le entrega, esperando que con él le consiga la diferencia que lo coloque en ventaja.
Con la grave amenaza que supone la Horda en estos días, por no hablar de los demás enemigos que han ido sumándose con el tiempo, se podría pensar que los nobles de la Alianza olvidarían sus rivalidades o al menos las dejarían aparcadas hasta el momento en que no fuera tan necesaria su colaboración. Pero lo cierto es que todos estos cochinos hambrientos de poder y riquezas se han puesto a competir entre ellos por la simpatía de la Corona, como si se tratara de un torneo. Obviamente, de cara al Rey maquillan sus relaciones e incluso se simulan afecto, pero basta que les de la espalda para que se lancen los unos a los otros con la misma falta de dignidad que cualquier ratero o ramera de los bajos fondos. Lord Dankworth ha llegado a un acuerdo con los Señores de otras Casas, pero también lleva a cabo sus propias maquinaciones en secreto. Cree que los artefactos que le conseguimos serán su trampolín hacia el éxito, y utiliza a Hower a sabiendas de que es un hombre inteligente y sin escrúpulos, capaz de cualquier cosa por seguir contando con su favor.

Cuando quise darme cuenta, comentaba algo tan disparatado que creí que me había perdido una parte importante de la conversación. Pero no. Luego lo estuve comentando con Hui-Feng y parece que sí hay historias sobre ese lugar. Dice que antiguamente los Cuatro Benevolentes, sus Celestiales, pasaban complicadas pruebas allí, y que también aquellos que aspiraban alcanzar la grandeza buscaban el modo de encontrar sus costas. Se la ha conocido por varios nombres, que en nuestra lengua se traducirían como "La Isla que se Desvanece", o la "Isla del Ocaso Imperecedero", pero el más extendido de todos ellos, y que parece ser utilizado por la mayoría en la actualidad, es el de "La Isla Intemporal".
Al parecer, su localización no siempre es la misma, y pueden pasar muchos años antes de que vuelva a dejarse a ver. Pero ahora ha regresado, sin que nadie sepa el motivo, y los rumores hablan de tesoros y toda clase de maravillas que esperan ser descubiertos por el que ose explorarla. Y por lo que dice Hower, nosotros osaremos.
De aquí a unos días navegaremos hacia Pandaria. Como es de imaginar, todos se han sorprendido con el cambio de planes y nos hemos pasado el día entretenidos con los preparativos del viaje. Con suerte he podido parar ahora a tomar un té y escribir un poco sobre mi día.

Por cierto, durante la reunión me he fijado en que Jeren no tenía muy buena cara. Puede que haya recibido malas noticias; de su familia, tal vez. Debe ser por éso que está tan distraído últimamente. ¿Quizá debería ir a visitarle esta noche?



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Arístide despertó al notar una corriente fría en su espalda desnuda. Había apagado las velas hacía bastante rato, antes de irse a dormir, pero de vez en cuando un resplandor de luz blanca iluminaba la habitación. La tormenta sonaba como si no se conformara con el paisaje nocturno de Arathi y quisiera descargar su ira, también, dentro de la habitación. Buscó el calor de otro cuerpo bajo las mantas, pero sólo encontró que las sábanas estaban frías en toda la distancia que su brazo pudo abarcar. Aún medio dormida, se tumbó bocabajo y alzó el rostro, sintiendo las pestañas pesadas como plomo cada vez que parpadeaba.

— ¿Jeren?— pero él no se movió, aunque lo llamase con insistencia. Ya del todo despierta, la mujer puso los pies descalzos en el suelo, se echó una pesada manta sobre los hombros y se acercó hasta él—. ¿Jeren? Jeren, ¿estás bien?

No le contestaba. Permanecía inmóvil ante la ventana abierta, aferrándose al alféizar con ambas manos. Arístide, preocupada, contempló su atractivo rostro, que aparecía y desaparecía al capricho de la tormenta, y escuchó su respiración profunfa e intranquila, como si luchara por llenar los pulmones de aire otra vez. Le frotó la espalda y le habló, sin lograr ninguna reacción por su parte, así que finalmente le rodeó un brazo con los suyos y tiró de él hasta que consiguió moverlo y dejarlo sentado en la cama. Rápidamente fue a cerrar la ventana, procuró que hubiera luz en el dormitorio y abrigó a Jeren, que en todo momento permaneció sentado con la espalda curva y la mirada extraviada. Luego se arrodilló enfrente suya, le apartó los mechones húmedos de la frente y le secó las gotas de lluvia del rostro con una dulzura insospechada en ella. Por largo rato trató de averiguar qué le ocurría, y a base de paciencia y cariños consiguió que dijera algo.

— Un sueño... Tuve un sueño espantoso.

Entonces Jeren se tumbó sobre el colchón y le dio la espalda, huyendo de su contacto como del recuerdo de esa pesadilla, dejándola perpleja y algo desilusionada. No había sido fácil llegar al punto en el que se encontraban, y ahora él se escapaba más fácilmente de lo que Arístide hubiera deseado. Estuvo dudando entre quedarse a pasar la noche o marcharse a su habitación, hasta que finalmente, con un suspiro, tomó la ropa que había dejado colgada en la silla para vestirse. Ya tendrían tiempo para arreglar las cosas, pensó. Si le daba importancia al asunto, si intentaba tranquilizarlo, podía herir su orgullo, y entonces él comenzaría a evitarla. "Así de complicados son", se decía, calzándose. "Debes estar pendiente, pero si te preocupas en exceso los haces sentir vulnerables, y te odian por ello". Cuando estuvo conforme con su aspecto caminó hacia la salida, deteniéndose en la puerta para darle las buenas noches. No recibió respuesta.
Al abrir, se encontró con un soldado que mostraba la misma sorpresa con la que ella lo miraba. Ninguno de los dos se movió o dijo nada al principio, hasta que Arístide, más familiarizada con los imprevistos, alzó la barbilla dignamente y le dedicó una mirada impasible.

— Bertrand está descansando ahora mismo. ¿Qué quieres?

El hombre cuadró los hombros y se aclaró la garganta, fingiendo que no advertía que el vestido de la dama estaba mal abrochado ni que su peinado había sido hecho a toda prisa.

— Le recomiendo que vuelva a su habitación y se asegure de cerrar la puerta, mi señora. Hay intrusos en la Torre y...

Arístide lo detuvo con un movimiento de la mano. Frunció el ceño y aspiró con fuerza por la nariz.

— Humo— dijo, extrañada. Volvió hacia él sus ojos castaños— ¿Qué se está quemando?

— Eeeeh...— hizo un gesto de impotencia—. El primer piso.

No esperó a las explicaciones para echar a correr, y no hacia su dormitorio, sino rumbo a las escaleras, recogiéndose un poco la falda para evitar tropezarse. Escuchó unas pisadas a su espalda, y a los segundos Jeren la adelantó, vestido con pantalones y camisa de tela, y los cordones de las botas sin atar, pero sosteniendo la vaina de cuero en la que descansaba su espada con expresión decidida. Arístide tuvo que esforzarse por mantener el ritmo cuando llegó el momento de bajar la larga sucesión de peldaños. Entre el esfuerzo y los vapores de la combustión, comenzó a costarle respirar; tuvo que recorrer los pasillos del segundo nivel entre toses y lágrimas, y antes de poder verlas, sintió el calor de las llamas en el rostro. El fuego había avanzado deprisa, empujaba las paredes y se alzaba hasta el techo, como un gigante sin espacio que buscara desesperadamente una forma de salir. Probablemente el incendio hubiese encontrado una poderosa fuente de combustible en el almacén, donde, entre otras cosas, habían apilado un par de cajas con frascos de Aceite de Fuego para la preparación de elixires.

— ¡Jeren!

Trató de distinguirlo entre la humareda, pero resultaba imposible. Los que habían llegado antes estaban tratando de sofocar las llamas con el agua que transportaban en cubos, pero no parecía tener un gran efecto. Arístide se vio obligada a apartarse hacia la pared a causa de los empujones, desorientada. El crepitar y los gritos hacían que el ruido de la tormenta pareciera insignificante en comparación. Tenían que hacer algo más o el fuego vencería.

— Vaneela— detuvo a uno de los ajetreados hombres—. ¿Dónde está Vaneela?

Ni él ni ninguno de los otros a los que preguntó supo responderle dónde se encontraba la maga, pero entonces se le ocurrió que en su habitación debía tener algún artilugio que pudiera ser de utilidad. Corrió hacia allí, sabiendo que cada segundo contaba. Tan pronto como vio la puerta, arremetió contra la misma y la abrió, entrando atropelladamente y casi aterrizando de rodillas sobre la alfombra. Más tarde le pediría disculpas a su propietaria por el desorden, pero en ese instante no tuvo miramiento alguno a la hora de abrir armarios y cajones, revolver entre la ropa y llevarse lo que pudo. En los brazos cargaba con un libro de conjuros básicos que esperaba que alguien supiera leer, botellas de un líquido celeste brillante y un orbe transparente en el que un diminuto torbellino no dejaba de girar. ¿Quién le habría dicho que rezaría porque hubiera algún hechicero cerca? Normalmente ellos causaban más problemas de los que resolvían, pero si sobrevivían a esa noche pensaba hablar ella misma con Hower para que se asegurara de reclutar a uno o dos magos más.
De regreso al incendio, tropezó casi literalmente con algo que la hizo detenerse y olvidar por unos segundos que tenía un asunto mucho más importante que atender. Sus ojos permanecieron clavados en la espada de una mano de Jeren que, guardada en su funda, yacía abandonada en el suelo. Respirando entre jadeos y ensordecida por los desbocados latidos de su propio corazón, Arístide se acercó a la puerta entreabierta y la empujó, a pesar del mal presentimiento que tenía. Sus párpados se separaron de la impresión y casi dejó caer los objetos de sus brazos. Luego, con una mezcla de desprecio, lástima y vergüenza, apartó la mirada y le dio la espalda a Jeren, que temblaba en una esquina, presa de un ataque de pánico.

— Luz Sagrada... ¿Por qué nos abandonas? ¿No escuchas los gritos? Se están quemando... Su piel se derrite como el sebo, sus huesos estallan... El fuego... ¡Oh, misericordia! El fuego se aproxima...

Las lágrimas bañaron el rostro de ambos; el de Arístide, que corrió hasta ser engullida por una gran cortina de humo. Y el de Jeren, que extendió el brazo en su dirección y gritaba fuera de sí, sin ver nada más que el brillo parpadeante de las llamas que venían a su encuentro.



Autor : El Sigilo ~ Blog de la Hermandad El Sigilo

Articulo La Torre del Lucero (II): Diario de Aristide Leveque publicado por El Sigilo el día viernes, 6 de diciembre de 2013. Esperamos que este articulo sea de tu agrado, nos interesa saber tu opinión, así que por favor ¡Comenta! y muchas gracias por pasarte por aquí 0 Comentarios : del post La Torre del Lucero (II): Diario de Aristide Leveque
 

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